25/5/17

Cuestión de cromosomas

Estaba frío en esa mañana de viernes, el febo aún no se asomaba. El invierno se acercaba y en las primeras horas del día se hacían sentir las temperaturas que no superaban el dígito. Para colmo, el colectivo demoraba en llegar, y mis manos temblaban.
Un caramelo de miel funcionó como un salvavidas temporario con el que calmé levemente esas sensaciones, y pude soportar esos minutos de espera que, parecieron horas.
Finalmente llegó y me subí cuan rápido pude, con el único objetivo de acaparar uno de esos lugares entre los asientos individuales, para simplemente ver el paisaje entre penumbras, de la cuidad que, asomaba a través de ventana.
Escogí tomar el coche en el punto de línea por mera comodidad, ya que vivía cerca de allí, aun sabiendo que me restaban cincuenta y cinco minutos, como mínimo para llegar a mi destino.
Todos mientras se iban sumando al transporte estaban abrigados de un modo excesivo. Alguno con dos camperas, se lo veía metido en su mundo con auriculares de gran porte y moviendo a un ritmo constante su pie izquierdo. Otro, algo más joven repasaba en un cuaderno algunos apuntes mientras se acomodaba el guardapolvo blanco, al que lo abrazaba una bufanda tejida casi con seguridad, por su mamá. Una señorita, más adelante se ajustaba el pelo entre los primeros, al tiempo que observaba su rostro en un espejo (diminuto como mis deseos de arrancar temprano hoy) que tan bien estaban pintados sus labios de un color, como dice un romántico de antaño, de un rojo carmesí que enamoraba. Créanme.
El sol comienza a despegar y con ello, va in crescendo la comodidad con la que nos trasladamos. Ya somos más de diez y hemos superado el primer cuarto del tramo, cuando el reloj se acerca a las ocho de la mañana.
El ambiente calmo en el que nos movíamos, y en el que abundaba el silencio comenzó a sufrir variantes impensadas. Un joven de poco más de quince años puso un pie en el colectivo con un par de parlantes a todo ritmo y rompió la quietud gobernante. Tenía gorra con visera por si se lo preguntan y un pantalón con tres rayas al costado. Lugares sobraban, pero decidió sentarse cerquita mío.
La pasividad se quebró y la inseguridad se apoderó de mí. Las miradas se agolpaban sobre el recién llegado, que se ubicaba ritmo mediante a un par de asientos de donde yo estaba. La cumbia villera que resonaba del muchacho generó repulsión en la gente de bien que subía luego.
Inconscientemente quería que bajara eso, que no sonara más esa música que en fin y al cabo tampoco era de mi agrado. Hasta yo diría que quería que el pibe también se baje. Y como somos algo más repulsivos cuando lo hacemos de a dos, me alistaba a decirle lo mal que me sentía al primero que me observara con ojos de castigo sobre el negro de mierda que no dejaba de silbar las letras de Damas Gratis.
En el instante previo a que me animara a hacerlo, veo como una pasajera se incorpora. Ya éramos unos veinticinco a treinta, iban varios de pie y quien se sumó en esta parada, se llegó hasta adonde estaba el chico en cuestión y lo saludó con un cariño especial, por lo que supuse que eran familiares. El sujeto, al que nunca le hablé para seguir el hostigamiento verbal que nunca comencé, se acercó hasta donde estaba yo, para sin ninguna palabra indicarme un detalle en la nueva compañera del recorrido.
Un certificado en la mano derecha rebelaba su condición de discapacidad ante lo cual no pude evitar verme sorprendido. Afiné mi observación para descubrir que el primero en subir ostentaba el mismo papel aunque, en ambos eran imperceptibles alguno de los aspectos que denotan tal situación.
Y continuó nuestra peripecia que apenas había superado la mitad del trayecto. Y continuó con otros tantos, ahora adorables sujetos, que con facciones claramente visibles, se incorporaban circunstancialmente a nuestro avatar. Para mayor sorpresa de los que asistíamos, los nuevos eran amables y sonrientes no solo con el conductor si no también con los demás integrantes del coche, y por supuesto con los de su clase, pero lo eran en un nivel superlativo.
Gritos y más gritos, abrazos y más abrazos, besos que abundaban para cualquier viajero en forma desinteresada. Afecto, amor que fue moneda corriente, cuando me percataba de que ya alcanzábamos la tercer cuarta parte de la ruta.
Parecía que el amor, y sus expresiones era una cuestión de cromosomas porque me costaba recordar algún beso tan sincero como el que entre ellos veía, en mi casa entre mis padres, e incluso de ellos para conmigo. Ni siquiera podía identificar algún mimo, algún besuqueo que yo hubiere regalado. Pareciere que el destino me ponía al frente de un momento en buena medida incómodo, para mostrarme que lejos estaba de la sal del mundo.
Casi sin pensar, avanzamos a un ritmo veloz y yo ya le restaba minutos al futuro para llegar. Ahora me cuesta encontrar alguna cara de desagrado. Todos sonríen y acompañan la alegría que impregnan desde el grupo. Ya no hay caraculicos que juzgan los coros o el movimientos de brazos del amante de Pablo Lescano, y hasta veo alguno que se alinea con el ritmo y lanza un “esa pared,  que no me deja verte, debe caer por obra del amor”.

Ya estoy en mi lugar. Ya llegué. Una leve brisa me pega directo en los hombros y busca atacar mis fosas nasales. Tengo tanto frío.
Igual me importaba poco, me sentía bien. Sonreía, parecía un loco.

Un loco que acababa de ver como sus prejuicios eran inertes ante una verdad que le pegaba en la cara, y que le dejaba una moraleja que difícilmente olvidará.