Estaba frío en esa mañana de viernes, el febo aún no se asomaba. El invierno
se acercaba y en las primeras horas del día se hacían sentir las temperaturas que
no superaban el dígito. Para colmo, el colectivo demoraba en llegar, y mis
manos temblaban.
Un caramelo de miel funcionó como un salvavidas temporario con el que
calmé levemente esas sensaciones, y pude soportar esos minutos de espera
que, parecieron horas.
Finalmente llegó y me subí cuan rápido pude, con el único objetivo de
acaparar uno de esos lugares entre los asientos individuales, para simplemente
ver el paisaje entre penumbras, de la cuidad que, asomaba a través de ventana.
Escogí tomar el coche en el punto de línea por mera comodidad, ya que
vivía cerca de allí, aun sabiendo que me restaban cincuenta y cinco minutos,
como mínimo para llegar a mi destino.
Todos mientras se iban sumando al transporte estaban abrigados de un
modo excesivo. Alguno con dos camperas, se lo veía metido en su mundo con
auriculares de gran porte y moviendo a un ritmo constante su pie izquierdo. Otro,
algo más joven repasaba en un cuaderno algunos apuntes mientras se acomodaba el
guardapolvo blanco, al que lo abrazaba una bufanda tejida casi con seguridad, por su mamá. Una señorita, más adelante se
ajustaba el pelo entre los primeros, al tiempo que observaba su rostro en un
espejo (diminuto como mis deseos de arrancar temprano hoy) que tan bien estaban
pintados sus labios de un color, como dice un romántico de antaño, de un rojo
carmesí que enamoraba. Créanme.
El sol comienza a despegar y con ello, va in crescendo la comodidad con
la que nos trasladamos. Ya somos más de diez y hemos superado el primer cuarto
del tramo, cuando el reloj se acerca a las ocho de la mañana.
El ambiente calmo en el que nos movíamos, y en el que abundaba el
silencio comenzó a sufrir variantes impensadas. Un joven de poco más de quince
años puso un pie en el colectivo con un par de parlantes a todo ritmo y rompió
la quietud gobernante. Tenía gorra con visera por si se lo preguntan y un pantalón
con tres rayas al costado. Lugares sobraban, pero decidió sentarse cerquita
mío.
La pasividad se quebró y la inseguridad se apoderó de mí. Las miradas se
agolpaban sobre el recién llegado, que se ubicaba ritmo mediante a un par de
asientos de donde yo estaba. La cumbia villera que resonaba del muchacho generó repulsión en
la gente de bien que subía luego.
Inconscientemente quería que bajara eso, que no sonara más esa música que
en fin y al cabo tampoco era de mi agrado. Hasta yo diría que quería que el
pibe también se baje. Y como somos algo más repulsivos cuando lo hacemos de a
dos, me alistaba a decirle lo mal que me sentía al primero que me observara con
ojos de castigo sobre el negro de mierda que no dejaba de silbar las letras de
Damas Gratis.
En el instante previo a que me animara a hacerlo, veo como una pasajera
se incorpora. Ya éramos unos veinticinco a treinta, iban varios de pie y quien
se sumó en esta parada, se llegó hasta adonde estaba el chico en cuestión y lo
saludó con un cariño especial, por lo que supuse que eran familiares. El sujeto,
al que nunca le hablé para seguir el hostigamiento verbal que nunca comencé, se
acercó hasta donde estaba yo, para sin ninguna palabra indicarme un detalle en la
nueva compañera del recorrido.
Un certificado en la mano derecha rebelaba su condición de discapacidad
ante lo cual no pude evitar verme sorprendido. Afiné mi observación para
descubrir que el primero en subir ostentaba el mismo papel aunque, en ambos
eran imperceptibles alguno de los aspectos que denotan tal situación.
Y continuó nuestra peripecia que apenas había superado la mitad del
trayecto. Y continuó con otros tantos, ahora adorables sujetos, que con
facciones claramente visibles, se incorporaban circunstancialmente a nuestro avatar.
Para mayor sorpresa de los que asistíamos, los nuevos eran amables y sonrientes
no solo con el conductor si no también con los demás integrantes del coche, y
por supuesto con los de su clase, pero lo eran en un nivel superlativo.
Gritos y más gritos, abrazos y más abrazos, besos que abundaban para
cualquier viajero en forma desinteresada. Afecto, amor que fue moneda corriente,
cuando me percataba de que ya alcanzábamos la tercer cuarta parte de la ruta.
Parecía que el amor, y sus expresiones era una cuestión de cromosomas porque
me costaba recordar algún beso tan sincero como el que entre ellos veía, en mi
casa entre mis padres, e incluso de ellos para conmigo. Ni siquiera podía identificar
algún mimo, algún besuqueo que yo hubiere regalado. Pareciere que el destino me
ponía al frente de un momento en buena medida incómodo, para mostrarme que
lejos estaba de la sal del mundo.
Casi sin pensar, avanzamos a un ritmo veloz y yo ya le restaba minutos
al futuro para llegar. Ahora me cuesta encontrar alguna cara de desagrado. Todos
sonríen y acompañan la alegría que impregnan desde el grupo. Ya no hay
caraculicos que juzgan los coros o el movimientos de brazos del amante de Pablo
Lescano, y hasta veo alguno que se alinea con el ritmo y lanza un “esa pared,
que no me deja verte, debe caer por obra del amor”.
Ya estoy en mi lugar. Ya llegué. Una leve brisa me pega directo en los
hombros y busca atacar mis fosas nasales. Tengo tanto frío.
Igual me importaba poco, me sentía bien. Sonreía, parecía un loco.
Un loco que acababa de ver como sus prejuicios eran inertes ante una
verdad que le pegaba en la cara, y que le dejaba una moraleja que difícilmente
olvidará.
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